Por la noche él se escabullía sin hacer ruido para espiarla detrás de la cortina. Ella fingía no darse cuenta y comenzaba quitándose los zapatos, el liguero, luego las medias que colocaba con cuidado a un costado de la cama, después el vestido, el fondo, la cofia y por último la cruz alrededor de su cuello dejando su pecho sin ningún adorno. Entonces él salía enloquecido, empujándola contra la pared, colocaba el crucifijo en su boca y al notar como se escurría la embestía como un animal en celo. Cada noche se dormía complacida y cada mañana sus gritos al no encontrarlo junto a ella despertaban a todas sus hermanas en el convento.