Mi viejo, el genocida

Amilcar Piccini

Estábamos cenando como cualquier otra noche. Recuerdo el menú y todo. Mi mamá había cocinado pollo con crema y papas al horno. Las hacía así porque la fritura nos caía mal. Nos atacaba el hígado enseguida. Para mí era hereditario el problema. Como siempre mi papá encendió el televisor y con la ayuda del control remoto hizo un poco de zapping. Recorrió del siete al trece todos los canales informativos; esos que en teoría te cuentan la verdadera historia de lo que pasa a diario en un país. Me acuerdo clarito de su rostro cuando escuchó al periodista hablar. Era un flacucho bien vestido que –frente al Tribunal Oral en lo Criminal Federal N° 5- contaba la escandalosa primicia. Al parecer un grupo de familiares había elevado una denuncia contra varios policías por delitos de lesa humanidad cometidos en la última dictadura cívico-militar. Las cámaras de televisión viajaban de Capital Federal a La Plata, en donde distintos funcionarios se encontraban inspeccionando un destacamento policial que había –al parecer- funcionado como centro clandestino de detención. No me voy a olvidar más la cara de mi viejo. Atragantado con el pollo y mirando obnubilado la pantalla. Se puso rojo y se paró casi tropezando con la silla. Me tengo que ir dijo. Y no volvió nunca más a pisar la casa.

Al otro día lo detuvieron. Era uno de los policías denunciados y varios testigos habían señalado su fotografía. Sí. Ese que tiene bigotito. Ese fue el que me pegó patadas en el piso hasta hacerme vomitar del dolor. 

Nosotras –mis hermanas y yo- empezamos a vivir una pesadilla. No la nombro a mi mamá porque seguro ella sabía todo desde el principio. No lo podía creer. En la década del 70’ yo era una niña. Apenas recuerdo lo que se vivió en esa época. De la escuela volvía a mi casa y mis amigas eran las hijas de los compañeros de trabajo de mi viejo. Nos juntábamos a comer asado los domingos. Tuve una vida normal. Mi papá trabajaba un montón, eso sí. Y a cualquier hora. A veces se iba a la madrugada y regresaba al otro día. Pero mamá nos decía que los policías tienen horarios poco convencionales y que los pueden llamar en cualquier momento. Yo le creía, que iba a pensar.

Empecé a investigar. Mis hermanas decidieron creerle a mi papá y lo visitaban todos los días. Prisión preventiva tenía; hasta tanto se resuelva el juicio. Yo de leyes no entendía nada y menos de lo que decían que había hecho mi viejo. Leí los testimonios de los sobrevivientes. Las cosas que describían de mi papá. Era uno de los peores decían. Estaba embarazada pero él me pegaba igual, y en la panza; lo vas a perder hija de puta. Vas a ver. Y lo perdí. A mí me interrogó varias horas y me picaneó hasta el desmayo. Me amenazaba con tirarme vivo al río. Habla o te tiramos al río con las manos y los pies atados. Vas a querer aprender a nadar con la nuca. No sé cuántos golpes recibí. Perdí la cuenta. Las que nunca más me crecieron fueron las uñas. Usaba una tenaza horrible y te las arrancaba de cuajo…

Mi papá siempre fue con nosotras un hombre cariñoso y amable. Nunca nos faltó el respeto. Tampoco lo vi jamás alzarle la voz –mucho menos la mano- a mi mamá. Solíamos pasear un montón. Nos llevaba a la plaza y a tomar un helado. Parece muy trillado pero en el barrio era el vecino más querido. Qué haces Danielito le vivían gritando con sonrisas y palmadas en la espalda cuando lo veían pasar. Lo tuve que enfrentar. No me quedó otra. Una tarde que fui a la cárcel le pregunté. Hiciste todo lo que andan diciendo. No me mientas por favor. A esa altura yo ya lloraba como una chiquilina. No me miró. Se concentró en la húmeda pared y llegué a notar como se le humedecían los ojos. ¿Mataste a alguien, papi? Le volví a preguntar en un hilo de voz tan fino que casi no se escuchó. Yo ya sabía cuál era la respuesta. Solo quería que él me lo confirmara. Fue un silencio cruel. Ni siquiera tuvo la valentía de mirarme a la cara y decirme la verdad o contarme su versión de los hechos. Algo, No…Nada.

Me levanté lentamente y lo miré. Sentado bien acurrucado. Daba lástima. Después, pensé en las declaraciones y eso me partió el corazón; y automáticamente me dejó de dar lástima. Estaba embarazada, le dije. Y le pegaste igual. No sé quién sos. No te conozco le grité. Y no lo volví a ver. Nunca más. 



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Amilcar Piccini nació en la ciudad de Gualeguaychú, Argentina, hace 27 años. Es abogado desde el 2019. Estudió en la UNLP (Universidad Nacional de La Plata)