Danza

Francisco R. Mejía

El campo verde se extendía en un área de kilómetros incalculables, con su perímetro repleto de árboles en auge por la siempre eterna primavera. El sutil viento movía su vestido blanco junto con su cabello dorado, y la hoja caída de aquel árbol peculiar se mecía a centímetros de ella hasta caer en su hombro. La retiró, y curiosa la puso en la palma de su mano; la observó sin saber de ella su mágica procedencia.

El viento volvió y la hoja voló, y a la par que ella, sus brazos y sus pies desnudos se mecieron en el aire en movimientos suaves, perfectos e impensablemente calculados con anterioridad; ella era un espejo de la hoja, y lo sabía, y aunque le aterrase ser esclava de un poder superior, le excitaba la idea de dejarse llevar por el compás de la misma y por el sonido de las aves poco a poco más audible en los nuevos alrededores que exploraba. Se dejó llevar, e incluso se permitió cerrar los ojos y disfrutar la danza, hasta que paró.

Volvió a abrir los ojos, miraba al suelo sin saberlo. Regresó su vista por donde creía haber venido; su mirada denotaba pequeños rastros de angustia y confusión, como si algo se le hubiera quedado por el camino sin saberlo, pero solo se encontró con kilómetros y kilómetros de campo verde, incluso los árboles antes cercanos ahora parecían a una eternidad de distancia.

Regresó la mirada al camino que aparentemente el destino le había predispuesto. No lo podía creer, un hombre de camisa y pantalón blanco, un poco más alto que ella y de igual belleza que la suya, se encontraba a tan solo un par de metros de distancia; parecía esperarla. Temerosa se acercó, mientras que él alzó su mano y la sostuvo en el aire; ella sabía lo que significaba, el roce de sus cuerpos debía suceder, pero cuando hubo el intento, ambos dieron cuenta de la mágica separación que les impedía tocarse.

El sonido de las aves, ahora más audible que antes, amenizó el ambiente, entonces ella miró por detrás de él, ¿sería acaso la misma hoja? Ambos, con su mano aun disponible, recibieron sin esfuerzo una nueva hoja; la miraron, se miraron, el viento volvió y la hoja voló, y ellos sin intentarlo volvieron a espejos ser, pero tan solo de su hoja, pues entre ellos sus movimientos eran distintos y complementarios, y aunque seguían sin poder tocarse el baile los unía sin hacerlo. Daban vueltas el uno al otro, giraban en el aire y volvían a la tierra, a ambos les excitaba sentirse tan cerca sin estarlo, y a ambos les daba pánico sentirse tan cerca sin estarlo. Pero sus corazones latían de amor y de pasión, y se dejaron llevar tan involuntariamente que disfrutaban ser las marionetas de aquella magia tan inexplicable.

Tras un giro volvieron a la tierra y detuvieron sus caminos, observaron su alrededor y sintieron la mirada de todos esos árboles que los rodeaban, parecían estar justo en el centro de aquella interminable superficie verde. Intentaron tocarse una vez más, pero el resultado fue idéntico, solo cambió la sensación que percibían: seguían siendo controlados por aquel mágico poder.

De pronto sus pies desnudos dejaron de sentir el suelo, pero esta vez no sintieron miedo, se tenían el uno al otro y eso les bastaba. Siguieron flotando hasta tocar las nubes, entonces la magia que los dividía ahora los unió. Pudieron tocar sus manos y sentir la piel del otro, ambos eran reales y estaban predestinados para ser uno. La hoja que controlaba a aquel hombre cedió y cayó a la tierra, pero él no, ya eran uno solo, y solo bastaba una hoja para mantenerlos en el aire.

El sonido de las aves apareció de nuevo junto con lo que a muy larga distancia se podía percibir como el sonido de un violín. Se alistaron en el aire y se dejaron llevar de nuevo. No sabían a dónde se dirigían o cuánto tardaría en concluir su viaje por las estrellas, pero tampoco les importaba, se tenían entre ellos, y qué podría ser mejor plan que volar mágicamente juntos por toda una vida o muchas de ellas.


 


Creado con DALL·E 2 de IA