El sonido de una mano


Jonathan J. Linares

“Mantén tus manos abiertas,

y todas las arenas del desierto

podrán pasar a través de ellas.”

(Taisen Deshimaru)

El frío me cala hasta los huesos y me estremece el murmullo de las hojas. El sendero serpentea entre pinos, robles y sombras.

—Koan—pienso mientras se van sonrojando los rayos de sol que se cuelan entre los árboles—curiosa palabra—la repito unas veces en mi cabeza, cada vez con menos sentido—koan.—Es parecido a un acertijo; lo usa un maestro zen para mostrar a su aprendiz un conocimiento inefable. No es como los acertijos occidentales, obsesionados, como somos, con la racionalidad. No se resuelve con lógica, sino mediante aceptación. Se comprende con meditación y empeño, con tiempo y paciencia.—Qué desesperante.

—Éste es el sonido de dos manos—recuerdo cómo lo dijo mi maestro, mientras daba un aplauso. Después, bajó una mano y extendió la otra hacia mí, mostrándome su palma. Los pliegues, callos y arrugas evidenciaban una vida de lucha y trabajo, pero la postura era serena—¿Cuál es, entonces, el sonido de una mano?

Mostrando la agilidad mental de la que estúpidamente siempre me he jactado, hice un chasquido con mis dedos medio y pulgar—éste es el sonido de una sola mano—dije. Hizo una pausa. Me miró de una forma que, en otra persona, habría tomado por irónica. Luego dijo—la inteligencia grita, la sabiduría calla—sonrió y me señaló con un gesto hacia el bosque.

Ya no se escuchan los trinos de las aves, ni el susurro de un riachuelo. Los silbidos esporádicos del viento y el crujido de las hojas bajo mis pies, contrasta el silencio que me envuelve.

—La sabiduría calla—pienso. Respiro profundo y me dejo serenar por la noche y la quietud. Levanto mi palma y la llevo a donde un haz de luz de luna me deja ver sus pliegues.

—El sonido de una mano.




Ilustración: Valo Guzmán